Soñé que siendo un hombre en los inicios del siglo XX, viajaba a través de portales que traspasaban el tiempo en búsqueda de mí mismo en diferentes épocas. Viajaba acompañado de Juan, mi amigo confidente de charlas e investigaciones, quien guardaba el secreto que había descubierto sobre cómo acceder a aquellos portales.
Me encontré finalmente conmigo en Europa de 1800 y tuve una historia de amor con mi otra yo, con quien fui en aquella vida de aquél pasado tiempo, Lucía. Tal vez muchos se preguntarán cómo tenía certeza de que aquella era yo mismo, pero esto era algo de lo que los 3 estábamos seguros, y teníamos pruebas contundentes de eso, como ahora puedo asegurar que yo he sido ambos y lo que a continuación describo.
Juan sabía que si se separaba de mí, moriría, porque solo yo recibía la información de cuándo la frontera se cerraría. Durante varias semanas escribí en mi diario lo que iba viviendo, el romance con Lucía, los divertidos paseos por aquél tiempo con Juan y algunos reencuentros con espacios aún intactos por las guerras.
Habría pasado quizás un año. Juan y yo habíamos discutido porque para él había pasado demasiado tiempo, y aunque ambos nos habíamos integrado a actividades laborales y nos encontrábamos bien, decidió separarse de nosotros. Durante algún tiempo visité a diario aquel puente en el que nuestra amistad había finalizado con la esperanza de que volviéramos a vernos para volver, pero me fue imposible. Juan se había ido lejos, abandonó sus rutinas, supongo que fue feliz por ser libre, pues de todos modos, había sido decisión suya emprender un viaje a lo desconocido, aunque en tiempos previos, el portal se había abierto continuamente para nosotros e íbamos y volvíamos con frecuencia, pero por alguna razón, que él reprochaba ser mi culpa, el portal aún no se había vuelto a abrir. Recuerdo esa noche en que discutimos, a orillas de un hermoso puente de ciudad, una noche de penumbra, cuando antes de marcharse, molesto, le advertí lo que sabíamos, nuestro acuerdo de volver juntos para no morir en el tiempo «equivocado». Pero sus últimas palabras fueron: «-Para el futuro, yo ya he muerto ¿a qué punto crees que se puede volver?. Vives en un limbo»
Una mañana, mientras me disponía a salir para sacar unas fotografías y Lucía se aproximaba para invitarme a la mesa a tomar un té antes de salir, fui llamado por el portal. Aquel mecanismo daba su aviso de que estaba por cerrarse… para siempre. Tenía que volver solo, y sin ella; no sobreviviríamos en un mismo tiempo los dos; no sabiendo que «la máquina» solo viaja una vez a cada época y que solo puede haber acceso al «presente», siempre, pero a otros tiempos solamente una vez, o que, para permanecer en una época diferente al presente, no deberíamos existir dos veces como alma cuando un portal ya está cerrado (Eso es muy peligroso).
Fue entonces cuando, en ese momento aparece otro yo más viejo que estaba queriéndose reencontrar con mi yo «del presente» y de su pasado y, al juntarnos los 3, el portal colapsó. El viejo moría sin darme su mensaje y en mi época. Sus ojos marcaban una cifra horaria con agujas negras sobre sus dorados iris. Le llamé Saturno cuando daba la hora en que yo desaparecía, y a Lucía la llamé Luna, por esa imagen que clavó en mi memoria: su rostro inmóvil y blanco, despidiéndose y menguando en lo tangible; con su boca y ojos como cráteres de asombro . Me quedé solo en un limbo extraño y traslúcido, con mi muerte usurpando mi presente. En la frontera del tiempo. Mirándolo todo, como detrás de cristales de gelatina aérea que me hacía dar vueltas; mirando cómo simplemente sucedían mis vidas.
Me paralicé un momento para adentrar entonces al portal, mientras me despedía de Lucía que comenzaba a desintegrarse resignada a seguir viviendo en su tiempo, como correspondía. Mientras aún nos despedíamos, a espaldas mías, en mi camino hacia lo que suponía sería mi presente, comenzó a aparecer otro yo más viejo del futuro, que intentaba encontrarse conmigo, y, al juntarnos aunque sea a medias, pero en definitiva los 3 juntos aquel mecanismo abstracto, el portal colapsó. El viejo (hombre diferente a mí, o más bien otra vez yo mismo), moría sin darme con claridad su mensaje; moría su cuerpo en lo que para mí era mi época. Lo vi cayendo sobre mi mesa de estudio. Sus ojos marcaban una cifra horaria con agujas negras sobre sus dorados iris. Le llamé Saturno cuando daba la hora en que yo era sustituido por él en mi tiempo; la hora en que yo desaparecía para siempre. Mientras que a Lucía la llamé Luna, por esa imagen que clavó en mi memoria: su rostro inmóvil y blanco, menguando en lo tangible; con su boca y ojos como cráteres de asombro pero finalmente con vida. Me quedé solo en un limbo extraño y traslúcido, con mi muerte usurpando mi presente. En la frontera del tiempo. Mirándolo todo, como detrás de cristales de gelatina aérea que me hacía dar vueltas; mirando cómo simplemente sucedían mis vidas. Mi alma no perecería en él o en ellos, pero el viajero del tiempo logró enviar su señal, visitándome en el siglo XXI para explicarme con todo esto, muchas cosas.
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Me encantó Limbo